Ayer, Coatzacoalcos vivió una jornada electoral que, más que una fiesta democrática, pareció un funeral cívico.
Las urnas aguardaron pacientes a los votantes, pero en muchas casillas, la espera fue en vano. Ni "ratón loco", ni "carrusel", ni grupos de choque. Nada. Sólo un letargo que contagió a las calles y al corazón de la ciudad.
La fotografía de este domingo electoral retrata una paradoja insólita: la democracia como escenario, pero sin actores.
Las casillas, esas cajas de resonancia de la voluntad popular, se instalaron con retardo, y a las 11 de la mañana, un 22% de ellas en Coatzacoalcos todavía estaban cerradas.
Los insaculados, aquellos ciudadanos seleccionados para integrar las mesas directivas, desertaron de su responsabilidad cívica.
El Instituto Nacional Electoral se quedó solo, como un director de orquesta ante una sala vacía.
El ausentismo no sólo fue físico, sino también emocional. Al cierre de esta columna, las cifras oficiales de participación no estaban disponibles, pero todo indicaba que sería una de las más bajas en la historia democrática de Veracruz.
Fue, en el mejor de los casos, un susurro ciudadano. Como un río seco donde antes fluía la participación.
¿Qué sucedió? La respuesta es tan compleja como inquietante. En un país donde la democracia se ha convertido en una tómbola de intereses, la ciudadanía se siente cada vez más distante de sus representantes.
Los jóvenes, los llamados a renovar la política, se quedaron en casa. Prefirieron la apatía a la ilusión. Fueron los adultos mayores quienes sostuvieron, a duras penas, el andamiaje de la elección.
Mientras tanto, en la casilla 777 —sí, aquella que se convirtió en el epicentro mediático de la jornada—, la gobernadora Rocío Nahle hizo acto de presencia. Allí, las cámaras y los micrófonos se congregaron como enjambres. Periodistas, funcionarios estatales y hasta regidores se agolparon para captar su voto.
Como si, en esa casilla, se jugara el destino de toda la ciudad. Fue un espectáculo más que un ejercicio democrático: una coreografía cuidadosamente ensayada.
Lorena Martínez, directora del Itesco, hizo gala de su don de la ubicuidad, como un personaje de novela fantástica que aparece en todos los capítulos, siempre en el momento justo.
Ramón Santos, Contralor del gobierno estatal, tampoco quiso perderse la foto. Algunos priistas, reciclados en el staff de Morena, se mezclaron con la multitud, recordándonos que en la política local los colores se diluyen y las lealtades cambian como camaleones en la selva electoral.
El desconcierto no se limitó a la participación. Muchos ciudadanos preguntaban, confundidos, por qué no les entregaron boletas para votar por el poder judicial. Un reflejo de la desinformación y la desconfianza que permea el sistema electoral. Porque la democracia no es sólo un proceso técnico; es, sobre todo, un ejercicio de confianza.
La metáfora del día fue la de un teatro vacío con la obra en cartelera, pero sin espectadores.
La función estaba programada, el telón subió, pero el público no llegó. ¿Qué pasará después? Quizá las autoridades inflen las cifras de participación, como se infla un globo para disimular su fragilidad. Pero la verdadera tragedia de esta elección atípica no está en las cifras, sino en el descrédito acumulado.
Coatzacoalcos y buena parte de Veracruz muestran hoy las grietas de un sistema político que perdió la empatía con su gente.
Un sistema judicial que tampoco despierta confianza, y que, por momentos, parece más una maquinaria de intereses que un pilar de justicia. La participación ciudadana no puede improvisarse con discursos de último minuto. Se construye con credibilidad, transparencia y resultados.
Los analistas coinciden en que este ausentismo electoral es un termómetro de la salud democrática. Si es así, Veracruz necesita con urgencia terapia intensiva. Porque la democracia no se sostiene sólo con urnas y boletas, sino con la convicción de que votar sirve para algo.
El gran desafío ahora será reconstruir esa confianza perdida. Porque si la ciudadanía se desconecta de sus instituciones, lo que queda es un cascarón vacío. Y, como bien sabemos, un cascarón vacío no sostiene a una democracia.
Veracruz, y en particular Coatzacoalcos, enfrenta un futuro incierto. O recuperamos la fe en el voto como herramienta de cambio, o nos resignamos a vivir en un teatro sin público, donde los actores se aplauden a sí mismos. Y, entonces, la democracia será apenas un espejismo.
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