En el sur de Veracruz, el reciente proceso electoral dejó al descubierto una fórmula que suele repetirse, aunque muchos insistan en ignorarla: malos gobiernos, malos candidatos y una buena dosis de soberbia son la receta perfecta para el fracaso en las urnas.
Morena, partido hegemónico en buena parte del país, lo comprobó dolorosamente en municipios clave como Las Choapas y Nanchital.
El derrumbe electoral en estos municipios no fue casual ni producto de "traiciones" como algunos operadores políticos quisieron argumentar.
Fue la consecuencia lógica de una gestión deficiente y de decisiones políticas erradas que terminaron por socavar la confianza de un electorado que, pese a su fidelidad a la marca partidista, no está dispuesto a tolerar la corrupción ni la incapacidad.
En Las Choapas, la doctora Mariela Hernández García, alcaldesa saliente, encarnó a la perfección la antítesis del buen gobierno. Con señalamientos de corrupción y acusaciones de uso indebido de recursos públicos, la munícipe se convirtió en un lastre para su propio partido.
Su deficiente operación política y su evidente desconexión con las necesidades de la ciudadanía terminaron por abrirle la puerta al candidato de Movimiento Ciudadano, Jesús Uribe Esquivel, quien, con un discurso de cambio y renovación, supo capitalizar el descontento social.
En Nanchital, el caso de Esmeralda Mora Zamudio es igualmente aleccionador. Pese a estar rodeada de polémicas desde el inicio de su gestión, incluyendo la crisis del relleno sanitario y la opacidad en el manejo de los recursos públicos, fue sostenida en el poder como si nada ocurriera.
Su administración acumuló protestas vecinales, denuncias mediáticas y una serie de decisiones impopulares que minaron la legitimidad de su gobierno. El escándalo del relleno sanitario —una obra que, en lugar de resolver problemas ambientales, generó rechazo y desconfianza— simbolizó la desconexión de la autoridad con la gente.
Ambas alcaldesas compartieron algo más que el partido: la cercanía con el poder, con los que deciden.
Su sombra acompañó cada acto de campaña y cada decisión política. Pero ni su influencia ni la maquinaria de Morena pudieron salvar a sus correligionarias del repudio popular.
Porque ni el partido ni sus líderes entendieron —o no quisieron entender— que el electorado castiga la soberbia y premia la humildad y la eficiencia.
El impacto de estos resultados no puede subestimarse. Morena, que había consolidado su presencia en el sur con base en un discurso de transformación y cercanía al pueblo, se encuentra hoy obligado a replantear su estrategia si quiere evitar que la derrota se convierta en tendencia.
El riesgo de que Movimiento Ciudadano u otras fuerzas políticas aprovechen el desencanto social es real y puede crecer si Morena insiste en imponer candidaturas sin medir el costo político de sostener a figuras cuestionadas.
Los escenarios para el futuro inmediato son claros: si Morena no rectifica y sigue apostando por el clientelismo y el dedazo, el descontento ciudadano seguirá creciendo y se traducirá en derrotas más contundentes.
Movimiento Ciudadano, con su discurso de regeneración política y su narrativa anticorrupción, tiene la oportunidad de consolidarse como una verdadera oposición si logra sostener su capital político y evitar repetir los vicios que critica.
El caso de Las Choapas y Nanchital demuestra que ningún partido, por más poderoso que sea, puede resistir indefinidamente el desgaste de la mala gestión y la falta de sensibilidad.
La soberbia, ese mal endémico de la clase política, es el mejor aliado de la derrota. Y el electorado, aunque muchas veces lo subestimen, sigue siendo el verdadero juez de las urnas.
El mensaje de las urnas es contundente: gobernar mal y candidatear peor son un cóctel explosivo que ningún partido puede permitirse, y menos en un contexto donde el voto de castigo se convierte en la principal herramienta de los ciudadanos para exigir cuentas.
Morena tendrá que aprender la lección si no quiere verse, dentro de unos años, como un recuerdo de lo que pudo ser y no fue.
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